Hay historias muy sencillas del día a día que tienen una gran calidad humana y encierran una lección ejemplar.
Hoy comparto esta historia de Manuel, ese señor mayor, de pueblo, que queda viudo y tiene que ir a vivir a la ciudad con su hijo, en la que tiene que iniciar una nueva vida en un entorno extraño y con un poso de melancolía.
Hasta que encuentra una plaza en la que se siente útil ayudando a los demás.
A mí me recuerda las grandes cosas que se pueden hacer de manera callada y sencilla con un poco de sensibilidad, y que ayudan a hacer de este mundo un lugar mejor.
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La PlazaLa plaza era más o menos redonda. Tenía siete árboles viejos, que habían sobrevivido a todas las obras. Tenía cuatro bancos de madera. Tenía una fuente. Tenía cinco farolas, a cuyo talle se abrazaban cinco papeleras. Y nada más. La plaza más o menos redonda no tenía nada más. Los siete árboles daban sombra a las personas y servían de hogar a un centenar de gorriones.
En los cuatro bancos de madera la gente se sentaba a merendar, a leer el periódico, a mirar a los demás, a dibujar corazones atravesados por las flechas del amor.
Alrededor de la fuente jugaban los niños: atascaban el desagüe de la pileta con tierra y abrían el grifo hasta que se formaba un charco grande.
Las cinco farolas se encendían al atardecer y las amorosas papeleras siempre estaban llenas de envoltorios de golosinas.
Las cinco farolas se encendían al atardecer y las amorosas papeleras siempre estaban llenas de envoltorios de golosinas.
Algunas mañanas, Lola y Braulio, dos gitanos jóvenes, aparcaban su vieja furgoneta en la plaza y vendían melones. El pelo de Braulio parecía esculpido en carbón brillante. El delantal de colores de Lola no disimulaba su embarazo.
Todos los días, puntualmente, Manuel acudía a la plaza más o menos redonda. Manuel era muy viejo y caminaba despacio, arrastrando los pies. Cada paso que daba le costaba un esfuerzo muy grande. Su rostro, lleno de surcos, parecía un campo áspero y recién labrado, en el que sólo brillaban las dos gotas de rocío que eran sus ojos.
Manuel había vivido siempre en el pueblo, en su casa grande y horizontal de adobe, muy cerca de la tierra. Pero cuando Elia murió, su hijo Manolo se lo llevó a vivir a su piso de la gran ciudad.
Se sintió extraño Manuel en la nueva casa, vertical y pequeña, en la que apenas había sitio para acomodarlo. Se sintió extraño con su hijo y su nuera, tan hacendosos. Se sintió extraño con sus nietos que no se despegaban del televisor. Se sintió extraño en aquel barrio donde todo el suelo era de asfalto y cemento.
Un día, paseando, Manuel encontró la plaza más o menos redonda. Desde entonces, acude puntualmente a ella todas las tardes. Se sienta en un banco y abre la bolsa de plástico donde lleva un trozo de pan, que desmigaja para que puedan comerlo los cien gorriones que viven en los siete árboles. Algunos pajarillos se atreven incluso a picotear en la palma pétrea de su mano.
Manuel siente que los cien gorriones le necesitan. De vez en cuando pasan por la plaza más o menos redonda los guardias. Pasan frente a Lola y Braulio, los gitanos que venden melones, pero no les dicen nada. Los guardias recuerdan el día en que les quitaron la fruta por vender sin licencia y Manuel comenzó a defenderlos. Al final, todo el barrio se puso de su parte y los guardias tuvieron que meterse a toda prisa en su coche con luces y sirenas y marcharse de allí.
Manuel piensa que Lola y Braulio le necesitan. Si alguien recrimina a los niños cuando encenagan la fuente y forman un charco, Manuel se levanta del banco muy enfadado y grita: "¡Dejen a los niños en paz! ¡Los niños tienen que jugar!" Los niños quieren a Manuel y a veces le han invitado a jugar con ellos.
Manuel piensa que los niños le necesitan. También piensa que le necesitan los enamorados que se besan en los bancos y pintan sobre los respaldos corazones atravesados por las flechas del amor.
Y cuando se encienden las cinco farolas, al atardecer, Manuel se levanta del banco y regresa hacia la casa de su hijo Manolo, vertical y pequeña, con su nuera tan hacendosa, con sus nietos que no se despegan del televisor, en medio de aquel barrio tan grande y sin tierra firme.
Y mientras se esfuerza por mover sus piernas, habla en voz alta con Elia:
— Tendrás que esperar un poco más. Esta plaza más o menos redonda es lo único con sentido que le queda a este barrio. Y temo que, si yo me marcho, desaparezca también. Tengo que quedarme un poco más, pero no te impacientes, cariño.
Todos los días, puntualmente, Manuel acudía a la plaza más o menos redonda. Manuel era muy viejo y caminaba despacio, arrastrando los pies. Cada paso que daba le costaba un esfuerzo muy grande. Su rostro, lleno de surcos, parecía un campo áspero y recién labrado, en el que sólo brillaban las dos gotas de rocío que eran sus ojos.
Manuel había vivido siempre en el pueblo, en su casa grande y horizontal de adobe, muy cerca de la tierra. Pero cuando Elia murió, su hijo Manolo se lo llevó a vivir a su piso de la gran ciudad.
Se sintió extraño Manuel en la nueva casa, vertical y pequeña, en la que apenas había sitio para acomodarlo. Se sintió extraño con su hijo y su nuera, tan hacendosos. Se sintió extraño con sus nietos que no se despegaban del televisor. Se sintió extraño en aquel barrio donde todo el suelo era de asfalto y cemento.
Un día, paseando, Manuel encontró la plaza más o menos redonda. Desde entonces, acude puntualmente a ella todas las tardes. Se sienta en un banco y abre la bolsa de plástico donde lleva un trozo de pan, que desmigaja para que puedan comerlo los cien gorriones que viven en los siete árboles. Algunos pajarillos se atreven incluso a picotear en la palma pétrea de su mano.
Manuel siente que los cien gorriones le necesitan. De vez en cuando pasan por la plaza más o menos redonda los guardias. Pasan frente a Lola y Braulio, los gitanos que venden melones, pero no les dicen nada. Los guardias recuerdan el día en que les quitaron la fruta por vender sin licencia y Manuel comenzó a defenderlos. Al final, todo el barrio se puso de su parte y los guardias tuvieron que meterse a toda prisa en su coche con luces y sirenas y marcharse de allí.
Manuel piensa que Lola y Braulio le necesitan. Si alguien recrimina a los niños cuando encenagan la fuente y forman un charco, Manuel se levanta del banco muy enfadado y grita: "¡Dejen a los niños en paz! ¡Los niños tienen que jugar!" Los niños quieren a Manuel y a veces le han invitado a jugar con ellos.
Manuel piensa que los niños le necesitan. También piensa que le necesitan los enamorados que se besan en los bancos y pintan sobre los respaldos corazones atravesados por las flechas del amor.
Y cuando se encienden las cinco farolas, al atardecer, Manuel se levanta del banco y regresa hacia la casa de su hijo Manolo, vertical y pequeña, con su nuera tan hacendosa, con sus nietos que no se despegan del televisor, en medio de aquel barrio tan grande y sin tierra firme.
Y mientras se esfuerza por mover sus piernas, habla en voz alta con Elia:
— Tendrás que esperar un poco más. Esta plaza más o menos redonda es lo único con sentido que le queda a este barrio. Y temo que, si yo me marcho, desaparezca también. Tengo que quedarme un poco más, pero no te impacientes, cariño.