Dice un refrán castellano que donde menos se piensa salta la liebre, o sea, que las cosas importantes pueden surgir cuando menos lo pensamos.
¿Y qué es una cosa importante? Muchas veces creemos que lo importante son cosas que nos superan y que acontecen muy raramente.
Pero la realidad es la contraria: las cosas que consideramos 'pequeñas' tienen una componente especial que las hace importantes para la madurez y el desarrollo de la personalidad.
La historia de esta semana se ocupa de una cuestión sencilla: acompañar a una anciana en un viaje en taxi. Y con un poco de bondad y sencillez consigue llegar al fondo del corazón, para hacernos recordar la importancia de estas 'cosas pequeñas'.
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El viaje en taxi que nunca olvidaré.
Una vez llegué a medianoche a recoger un pasajero a un edificio que estaba del todo oscuro, excepto una luz en la ventana de la planta baja. Este pasajero podría ser alguien que necesite mi ayuda, pensé. Así que me acerqué a la puerta y llamé.
“Aguarde un minuto”, respondió una voz frágil de anciana.
Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 80 años estaba delante de mí. Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un velo, como si fuera alguien de una película de los años cuarenta. A su lado había una pequeña maleta. El apartamento parecía como si nadie hubiera vivido en él durante años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas.
“¿Podría llevar mi bolso al carro?” dijo.
Llevé la maleta al taxi y luego regresé para ayudarla. Me tomó del brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Ella me seguía agradeciendo mi amabilidad.
“Oh, eres un buen chico”, dijo.
Cuando llegamos al taxi, me dio una dirección y luego me preguntó:
“¿Podrías conducir por el centro?”
“No es el camino más corto”, respondí rápidamente.
“Oh, no me importa”, dijo ella. “No tengo ninguna prisa. Voy de camino a un asilo. No me queda familia. El doctor dice que tampoco me queda mucho tiempo”.
Me incliné en silencio y apagué el taxímetro. Durante las dos horas siguientes, recorrimos la ciudad. Ella me mostró el edificio donde hace tiempo había trabajado como ascensorista. Manejamos por el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando eran recién casados. A veces me pedía que me detuviera frente a un edificio o esquina en particular y se quedaba mirando la oscuridad sin decir nada.
Cuando la luz de sol anaranjada comenzaba a aparecer en el horizonte, de repente dijo:
“Estoy cansada. Vamos ya”.
Nos dirigimos en silencio hacia la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña casa de reposo, con una entrada que pasaba por debajo de un pórtico.
Dos enfermeras se acercaron al taxi en cuanto nos detuvimos. Solícitas y atentas, cuidaban cada movimiento. Debían haberla estado esperando. Abrí el maletero y llevé la maleta pequeña a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas.
“¿Cuánto te debo?” preguntó, metiendo la mano en su bolso.
“Nada”, le dije.
“Tienes que ganarte la vida”, respondió.
“Hay otros pasajeros”. Casi sin pensarlo, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza.
“Le diste un momento de alegría a una anciana”, dijo.
“Gracias.” Apreté su mano, luego caminé hacia la tenue luz de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró. Fue como el sonido de la clausura de una vida.
No recogí más pasajeros en mi turno. Conduje sin rumbo, perdido en mis pensamientos. En el resto de ese día, apenas podía hablar.
¿Qué hubiera pasado si esa mujer hubiese encontrado un conductor malhumorado, o uno que estaba impaciente por terminar su turno? ¿Qué hubiera pasado si me hubiera negado a llevarla, o hubiera tocado la bocina sólo una vez, y luego me hubiese alejado? En una rápida ojeada, no creo que haya hecho nada más importante en mi vida.
Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas giren en torno a grandes momentos. Pero los grandes momentos nos encuentran a menudo desprevenidos, bellamente envueltos en lo que otros pueden considerar una pequeñez.
La Historia de la Semana
¿Y qué es una cosa importante? Muchas veces creemos que lo importante son cosas que nos superan y que acontecen muy raramente.
Pero la realidad es la contraria: las cosas que consideramos 'pequeñas' tienen una componente especial que las hace importantes para la madurez y el desarrollo de la personalidad.
La historia de esta semana se ocupa de una cuestión sencilla: acompañar a una anciana en un viaje en taxi. Y con un poco de bondad y sencillez consigue llegar al fondo del corazón, para hacernos recordar la importancia de estas 'cosas pequeñas'.
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El viaje en taxi que nunca olvidaré.
Una vez llegué a medianoche a recoger un pasajero a un edificio que estaba del todo oscuro, excepto una luz en la ventana de la planta baja. Este pasajero podría ser alguien que necesite mi ayuda, pensé. Así que me acerqué a la puerta y llamé.
“Aguarde un minuto”, respondió una voz frágil de anciana.
Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 80 años estaba delante de mí. Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un velo, como si fuera alguien de una película de los años cuarenta. A su lado había una pequeña maleta. El apartamento parecía como si nadie hubiera vivido en él durante años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas.
“¿Podría llevar mi bolso al carro?” dijo.
Llevé la maleta al taxi y luego regresé para ayudarla. Me tomó del brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Ella me seguía agradeciendo mi amabilidad.
“Oh, eres un buen chico”, dijo.
Cuando llegamos al taxi, me dio una dirección y luego me preguntó:
“¿Podrías conducir por el centro?”
“No es el camino más corto”, respondí rápidamente.
“Oh, no me importa”, dijo ella. “No tengo ninguna prisa. Voy de camino a un asilo. No me queda familia. El doctor dice que tampoco me queda mucho tiempo”.
Me incliné en silencio y apagué el taxímetro. Durante las dos horas siguientes, recorrimos la ciudad. Ella me mostró el edificio donde hace tiempo había trabajado como ascensorista. Manejamos por el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando eran recién casados. A veces me pedía que me detuviera frente a un edificio o esquina en particular y se quedaba mirando la oscuridad sin decir nada.
Cuando la luz de sol anaranjada comenzaba a aparecer en el horizonte, de repente dijo:
“Estoy cansada. Vamos ya”.
Nos dirigimos en silencio hacia la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña casa de reposo, con una entrada que pasaba por debajo de un pórtico.
Dos enfermeras se acercaron al taxi en cuanto nos detuvimos. Solícitas y atentas, cuidaban cada movimiento. Debían haberla estado esperando. Abrí el maletero y llevé la maleta pequeña a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas.
“¿Cuánto te debo?” preguntó, metiendo la mano en su bolso.
“Nada”, le dije.
“Tienes que ganarte la vida”, respondió.
“Hay otros pasajeros”. Casi sin pensarlo, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza.
“Le diste un momento de alegría a una anciana”, dijo.
“Gracias.” Apreté su mano, luego caminé hacia la tenue luz de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró. Fue como el sonido de la clausura de una vida.
No recogí más pasajeros en mi turno. Conduje sin rumbo, perdido en mis pensamientos. En el resto de ese día, apenas podía hablar.
¿Qué hubiera pasado si esa mujer hubiese encontrado un conductor malhumorado, o uno que estaba impaciente por terminar su turno? ¿Qué hubiera pasado si me hubiera negado a llevarla, o hubiera tocado la bocina sólo una vez, y luego me hubiese alejado? En una rápida ojeada, no creo que haya hecho nada más importante en mi vida.
Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas giren en torno a grandes momentos. Pero los grandes momentos nos encuentran a menudo desprevenidos, bellamente envueltos en lo que otros pueden considerar una pequeñez.
La Historia de la Semana