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domingo, 21 de junio de 2015

El Cristo de la ermita

Normalmente, frente a las situaciones de la vida siempre solemos pensar en soluciones que nos parecen inmejorables a cada uno. ¡Casi todos somos capaces de arreglar el mundo, la política, la sociedad,...!

Pero ¿son las mejores soluciones?, ¿son las únicas posibles?, ¿disponemos de todos los datos para tomar una decisión correcta?,...


Lo que nos aparece como única opción, tomada con la mejor de las intenciones, a veces se revela posteriormente falta de sentido o inapropiada, pues es muy fácil dejarse llevar por prejuicios y estereotipos a la hora de tomar decisiones cuando no se tienen todos los datos a mano y no se mira con objetividad.

La historia que comparto esta semana, titulada El Cristo de la ermita, me ha recordado que la persona no es 'la medida de todas las cosas', como predicaba Protágoras, sino que estamos sujetos a multitud de factores que nos condicionan en nuestro actuar.

Y por eso es tan importante confiar en la providencia divina, seguros de que será lo mejor para cada uno de nosotros, aunque no lo entendamos. ¡Espero que os guste y que os sirva!

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El Cristo de la ermita

Cuenta una antigua leyenda que había un hombre llamado Haakon al cuidado de una vieja ermita. En ella se veneraba un crucifijo con mucha devoción. Este crucifijo recibía el nombre bien significativo de: "Cristo de los Favores".

Todos acudían allí para pedirle al Santo Cristo.

Un día el ermitaño Haakon también quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la imagen y le dijo: 


- Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la Cruz.

Y se quedó fijo con la mirada puesta en la Sagrada Efigie, como esperando la respuesta.


El Crucificado abrió sus la­bios y habló. Sus palabras ca­yeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras: 

- Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición. 

- ¿Cual, Señor?, -preguntó con acento suplicante Haakon. ¿Es una condición difícil? ¡Es­toy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!

- Sólo escucha. Suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre. 

- ¡Os lo prometo, Señor!, contestó Haakon.
 
Y se efectuó el cambio. Na­die advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon, y éste por largo tiem­po cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores.

Pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el mucha­cho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo: 


- ¡Dame la bolsa que me has robado!

- ¡No he robado ninguna bolsa!, -replicó e
l joven sorprendido.

- ¡No mientas, devuélvemela en­seguida!

- ¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa!, -afirmó el mucha­cho. Pero el rico arremetió furioso contra él.

Sonó entonces una voz fuer­te: 


- ¡Detente! 

El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven e increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para empren­der su viaje.

Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su sier­vo y le dijo:

- Baja de la Cruz, no sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.

- Pero Señor, dijo Haakon, ¿cómo iba a permitir esa injusticia?

Se cambiaron los oficios. Je­sús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño quedó ante el Crucifi­jo. El Señor, clavado, siguió ha­blando:

- Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa pues llevaba en ella el precio de la vir­ginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpea­do, sus heridas le hubiesen im­pedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. 


Por eso guardo silencio...



La Historia de la Semana

martes, 25 de septiembre de 2012

El mercader y la bolsa

Las causas que han desembocado en la  actual crisis económica y de valores son muy variadas y sería muy largo enumerarlas.

Sin embargo creo que hay dos factores que han influido de forma considerable en ella: 

el afán desmedido de enriquecerse de algunos (lo que decíamos avaricia en otros tiempos) y la falta de justicia ante determinados casos (que hace que no todos sean iguales ante la ley).

¿Qué hacer ante esta situación? La historia de esta semana nos da alguna pista de actuación, que pasa necesariamente por nuestro compromiso y honestidad personal, procurando ser justo con los que me rodean y no dejándome llevar por el tener sino por el ser.

Y sin más aquí va El mercader y la bolsa.

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El mercader y la bolsa

Cierto día un mercader ambulante iba caminando hacia un pueblo. Por el camino encontró una bolsa con 80 monedas de oro. El mercader decidió buscar a la persona que había perdido el dinero para entregárselo pues pensó que el dinero pertenecía a alguien que llevaba su misma ruta.


 Cuando llegó a la ciudad fue a visitar a un amigo.

- ¿Sabes quién ha perdido una gran cantidad de dinero? -le preguntó a éste.

- Sí, sí -le respondió.- Lo perdió nuestro vecino, que vive en la casa de enfrente.

El mercader fue a la casa indicada y devolvió la bolsa. Este vecino era una persona avara y apenas terminó de contar el dinero gritó:

- ¡Faltan 20 monedas! Esa era la cantidad de dinero que yo iba a dar como recompensa. ¿Cómo lo has agarrado sin mi permiso? Vete de una vez. Ya no tienes nada que hacer aquí.


El honrado mercader se sintió indignado por la falta de agradecimiento, y no queriendo pasar por ladrón fue a ver al juez.

El avaro fue llamado a la corte. Insistió ante el juez que la bolsa contenía 100 monedas, mientras que el mercader aseguraba que eran 80.

El juez, que tenía fama de sabio y honrado, no tardó en decidir el caso. Le preguntó al avaro:

- Tú dices que la bolsa contenía 100 monedas ¿verdad?


- Sí, señor -respondió.

- Y tú dices que la bolsa contenía 80 monedas -le preguntó el juez al mercader.

- Sí, señor.

- Pues bien -dijo el juez- considero que ambos son personas honradas e incapaces de mentir. A ti porque has devuelto la bolsa con el dinero, pudiéndote quedar con ella. Y al vecino porque lo conozco desde hace tiempo.

Esta bolsa de dinero no es la suya, pues contenía 100 monedas y ésta sólo tiene 80. Así pues, que se quede el mercader con ella hasta que aparezca su dueño.

Y tú, mientras tanto, sigue esperando que alguien te devuelva la tuya.