viernes, 12 de diciembre de 2008

Una buena lección

Se acerca la Navidad y los buenos sentimientos se vuelven más espontáneos y surgen más fácilmente.

Y cuando se trata de sentimientos generosos no está de más llevarlos a la práctica con alegría. De eso va la historia de hoy.


=====================================
UNA BUENA LECCIÓN


Un estudiante universitario salió un día a dar un paseo con un profesor, a quien los alumnos consideraban su amigo debido a su bondad para quienes seguían sus instrucciones.


Mientras caminaban, vieron en el camino un par de zapatos viejos y supusieron que pertenecían a un anciano que trabajaba en el campo de al lado y que estaba por terminar sus labores diarias.


El alumno dijo al profesor:


- Hagámosle una broma; escondamos los zapatos y ocultémonos detrás de esos arbustos para ver su cara cuando no los encuentre.


- Mi querido amigo -le dijo el profesor-, nunca tenemos que divertirnos a expensas de los pobres.Tú eres rico y puedes darle una alegría a este hombre. Coloca una moneda en cada zapato y luego nos ocultaremos para ver cómo reacciona cuando las encuentre.


Eso hizo y ambos se ocultaron entre los arbustos cercanos. El hombre pobre terminó sus tareas, y cruzó el terreno en busca de sus zapatos y su abrigo.
Al ponerse el abrigo deslizó el pie en el zapato, pero al sentir algo adentro, se agachó para ver qué era y encontró la moneda. Pasmado, se preguntó qué podía haber pasado. Miró la moneda, le dio vuelta y la volvió a mirar.


Luego miró a su alrededor, para todos lados, pero no se veía a nadie. La guardó en el bolsillo y se puso el otro zapato; su sorpresa fue doble al encontrar la otra moneda.


Sus sentimientos lo sobrecogieron; cayó de rodillas y levantó la vista al cielo pronunciando un ferviente agradecimiento en voz alta, hablando de su esposa enferma y sin ayuda y de sus hijos que no tenían pan y que debido a una mano desconocida no morirían de hambre.


El estudiante quedó profundamente afectado y se le llenaron los ojos de lágrimas.


- Ahora- dijo el profesor- ¿no estás más complacido que si le hubieras hecho una broma?


El joven respondió:


- Usted me ha enseñado una lección que jamás olvidaré. Ahora entiendo que es mejor dar que recibir.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Una gota de esperanza

Este fin de semana es muy especial para mí, pues se cumplen cuatro años del fallecimiento de Fernando Rielo, maestro, padre y amigo, de quien aprendí cuanto intento llevar a la práctica en mi vida cotidiana, tanto en lo espiritual como en lo humano.

Entre otras muchas cosas, nos decía que somos esperanza y fermento para la sociedad. Por eso, en homenaje suyo, os envío este relato sobre la esperanza, con la ilusión de que todos seamos realmente esperanza para los demás, empezando por nuestros seres queridos.

Un abrazo muy fuerte y muchas gracias por vuestra amistad.


===========================
UNA GOTA DE ESPERANZA

En la ladera de una montaña había una fuente conocida por todos como "La Fuente de la Esperanza". Todo aquel que estaba deprimido o desanimado por alguna dificultad, bastaba con que bebiera un poco de aquella agua para llenarse de esperanza y tener fuerzas para superar su dificultad, por imposible que pareciera. Esto hacía que los habitantes de aquella región estuvieran siempre alegres a pesar de los problemas.

Pero un día la fuente se secó y ya no pudieron beber su agua. Esto fue catastrófico. El desánimo y la desesperanza se apoderó de todos. Dejaron de estar alegres y se volvieron terriblemente pesimistas.

Sólo hubo un niño que no perdió la esperanza.

Todas las mañanas acudía a la fuente esperando que volviera a caer el agua. Y allí se pasaba el día entero. Los que le veían le decían que se marchara porque estaba perdiendo el tiempo; la fuente se había secado para siempre. Pero él no les hacía caso. Todos los días, semana tras semana, no dejó de ir a la fuente. Algunos hasta se burlaban de él y le tomaban el pelo. Era imposible que saliera agua porque el manantial de donde se alimentaba la fuente estaba cegado por la tierra.

Una mañana de tantas, cuando todo parecía perdido, el niño vio con sorpresa que de la fuente iba a caer una gota de agua. Era la última gota de esperanza que le quedaba. A toda prisa puso su mano para recogerla y se fue entusiasmado a enseñársela a todos.

Pero nadie le hizo caso. Aquello era una gota insignificante que no valía ya para nada. Le dijeron que la tirara donde quisiera porque ya no había nada que hacer. La esperanza estaba perdida sin remedio.

El pobre niño se marchó muy triste y desanimado. Así que fue al pozo de donde bebían todos y tiró allí su gota de agua.
Sin embargo, aquella única gota de agua tenía la esperanza tan concentrada en su interior, que cuando se mezcló con el agua del pozo, hizo que todo él se contagiara de esperanza.

Al día siguiente, cuando todos bebieron de aquel agua, quedaron nuevamente llenos de esperanza. Cuando se enteraron de que había sido por la gota de agua que el niño había echado, fueron a darle las gracias porque fue el único que continuó esperando contra toda esperanza.

Y desde entonces, aquel pozo fue conocido por todos como el Pozo de la Esperanza.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La Plaza

La historia de esta semana es sencilla, sin grandes cuestiones, muy humana y natural, como la vida de casi todos nosotros.

Y a mi me recuerda las grandes cosas que se pueden hacer con las cosas sencillas de la vida que nos rodea, sin publicidad pero con un corazón de oro cuando pensamos en los demás.

Con todos Vds. 'La Plaza'.
¡Que lo disfrutéis!

==============================

LA PLAZA



La plaza era más o menos redonda. Tenía siete árboles viejos, que habían sobrevivido a todas las obras. Tenía cuatro bancos de madera. Tenía una fuente. Tenía cinco farolas, a cuyo talle se abrazaban cinco papeleras. Y nada más. La plaza más o menos redonda no tenía nada más. Los siete árboles daban sombra a las personas y servían de hogar a un centenar de gorriones.



En los cuatro bancos de madera la gente se sentaba a merendar, a leer el periódico, a mirar a los demás, a dibujar corazones atravesados por las flechas del amor.



Alrededor de la fuente jugaban los niños: atascaban el desagüe de la pileta con tierra y abrían el grifo hasta que se formaba un charco grande.



Las cinco farolas se encendían al atardecer y las amorosas papeleras siempre estaban llenas de envoltorios de golosinas.



Algunas mañanas, Lola y Braulio, dos gitanos jóvenes, aparcaban su vieja furgoneta en la plaza y vendían melones. El pelo de Braulio parecía esculpido en carbón brillante. El delantal de colores de Lola no disimulaba su embarazo.



Todos los días, puntualmente, Manuel acudía a la plaza más o menos redonda. Manuel era muy viejo y caminaba despacio, arrastrando los pies. Cada paso que daba le costaba un esfuerzo muy grande. Su rostro, lleno de surcos, parecía un campo áspero y recién labrado, en el que sólo brillaban las dos gotas de rocío que eran sus ojos.



Manuel había vivido siempre en el pueblo, en su casa grande y horizontal de adobe, muy cerca de la tierra. Pero cuando Elia murió, su hijo Manolo se lo llevó a vivir a su piso de la gran ciudad.



Se sintió extraño Manuel en la nueva casa, vertical y pequeña, en la que apenas había sitio para acomodarlo. Se sintió extraño con su hijo y su nuera, tan hacendosos. Se sintió extraño con sus nietos que no se despegaban del televisor. Se sintió extraño en aquel barrio donde todo el suelo era de asfalto y cemento.



Un día, paseando, Manuel encontró la plaza más o menos redonda. Desde entonces, acude puntualmente a ella todas las tardes. Se sienta en un banco y abre la bolsa de plástico donde lleva un trozo de pan, que desmigaja para que puedan comerlo los cien gorriones que viven en los siete árboles. Algunos pajarillos se atreven incluso a picotear en la palma pétrea de su mano.



Manuel siente que los cien gorriones le necesitan. De vez en cuando pasan por la plaza más o menos redonda los guardias. Pasan frente a Lola y Braulio, los gitanos que venden melones, pero no les dicen nada. Los guardias recuerdan el día en que les quitaron la fruta por vender sin licencia y Manuel comenzó a defenderlos. Al final, todo el barrio se puso de su parte y los guardias tuvieron que meterse a toda prisa en su coche con luces y sirenas y marcharse de allí.



Manuel piensa que Lola y Braulio le necesitan. Si alguien recrimina a los niños cuando encenagan la fuente y forman un charco, Manuel se levanta del banco muy enfadado y grita: "¡Dejen a los niños en paz! ¡Los niños tienen que jugar!" Los niños quieren a Manuel y a veces le han invitado a jugar con ellos.



Manuel piensa que los niños le necesitan. También piensa que le necesitan los enamorados que se besan en los bancos y pintan sobre los respaldos corazones atravesados por las flechas del amor.



Y cuando se encienden las cinco farolas, al atardecer, Manuel se levanta del banco y regresa hacia la casa de su hijo Manolo, vertical y pequeña, con su nuera tan hacendosa, con sus nietos que no se despegan del televisor, en medio de aquel barrio tan grande y sin tierra firme.



Y mientras se esfuerza por mover sus piernas, habla en voz alta con Elia:



Tendrás que esperar un poco más. Esta plaza más o menos redonda es lo único con sentido que le queda a este barrio. Y temo que, si yo me marcho, desaparezca también. Tengo que quedarme un poco más, pero no te impacientes, cariño.