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viernes, 18 de septiembre de 2009

El discípulo y el cementerio

Una de las cosas que suele diferenciar al joven del viejo es la respuesta que damos a los estímulos del entorno que nos rodea. Los jóvenes aparentemente son más viscerales frente a las opiniones ajenas, mientras que los mayores solemos ser -me incluyo- más tranquilos y 'pasotas' a la hora de responder a lo que piensen los demás de las acciones que creemos justas.

¿Qué es mejor? Yo creo que la respuesta va en la línea de la historia de esta semana: no dejarse influenciar por lo que digan los demás, sea favorable o no, sino seguir lo que la propia conciencia nos va sugiriendo, siendo libres para elegir siempre lo mejor, sin condicionamientos. Citando a W. Shakespeare: "No eres mejor porque te alaben ni peor porque te vituperen: Lo que eres, eres". ¡Espero que os guste!


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El discípulo y el cementerio

Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza trascendental. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó: 

-- Querido mío, mi muy querido amigo, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.

El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.

-- ¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.

-- Nada dijeron.

-- En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.

El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos  volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:

-- ¿Qué te han respondido los muertos?

-- De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.

Y el maestro concluyó:

-- Pues así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
 

viernes, 11 de septiembre de 2009

El eremita orgulloso

Estamos ya de nuevo alcanzando el ritmo habitual después de las vacaciones de verano. ¡Espero que el stress traumático post-vacacional sea breve y llevadero!

La historia de esta semana trata sobre un tema en el que no solemos reparar habitualmente, aunque es más habitual de lo que se piensa: el orgullo y la vanidad de las personas. Seguramente a todos nos gusta que se nos reconozcan nuestros méritos y buenas acciones, y es normal y razonable que así sea, pero lo importante de verdad no es el reconocimiento del mérito sino el hecho en sí, no sea que nos pase como al pobre eremita de este cuento, que se deja llevar por las opiniones de otros.

Y además es algo que no se suele curar con la edad sino con la auténtica y verdadera sabiduría, la que lleva a exclamar el conocido 'sólo sé que no sé nada' propio de los que más saben. Así que aquí os dejo con El eremita orgulloso.


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El eremita orgulloso

Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un bambú. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego.
 

La muerte no perdona a nadie, y cierto día, el Señor de la Muerte envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a su señor y le expuso lo acontecido.

El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.

Siguiendo las instrucciones de su señor, exclamó:

- Muy bien, pero que muy bien. ¡Qué gran proeza! ¡Nunca había visto nada similar! ¡Esto es increíble!!

Y tras un breve silencio, agregó:

- Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.

Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:

- ¡Eso es imposible! ¡Dime cuál es!!

Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.