domingo, 7 de abril de 2019

Custodios de la llama

La labor que realizan los maestros y profesores en su trabajo cotidiano con los niños es realmente impagable, dando lo mejor de sí para educar y desarrollar la personalidad en las edades más importantes.


La historia de esta semana quiere rendir homenaje a todas esas personas que se entregan a los demás haciendo que crezcan interiormente y alcancen la madurez necesaria para integrarse en la sociedad que nos toca vivir.

El poeta W. Yeats dijo que la educación no es llenar una vasija sino encender una llama, la llama que cuidan con amor y entusiasmo los custodios de la llama.




La Historia de la Semana

domingo, 24 de marzo de 2019

La Plaza

Hay historias muy sencillas del día a día que tienen una gran calidad humana y encierran una lección ejemplar.

 

Hoy comparto esta historia de Manuel, ese señor mayor, de pueblo, que queda viudo y tiene que ir a vivir a la ciudad con su hijo, en la que tiene que iniciar una nueva vida en un entorno extraño y con un poso de melancolía.

Hasta que encuentra una plaza en la que se siente útil ayudando a los demás.

 

A mí me recuerda las grandes cosas que se pueden hacer de manera callada y sencilla con un poco de sensibilidad, y que ayudan a hacer de este mundo un lugar mejor.
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La Plaza

La plaza era más o menos redonda. Tenía siete árboles viejos, que habían sobrevivido a todas las obras. Tenía cuatro bancos de madera. Tenía una fuente. Tenía cinco farolas, a cuyo talle se abrazaban cinco papeleras. Y nada más. La plaza más o menos redonda no tenía nada más. Los siete árboles daban sombra a las personas y servían de hogar a un centenar de gorriones. 


En los cuatro bancos de madera la gente se sentaba a merendar, a leer el periódico, a mirar a los demás, a dibujar corazones atravesados por las flechas del amor.
 
Alrededor de la fuente jugaban los niños: atascaban el desagüe de la pileta con tierra y abrían el grifo hasta que se formaba un charco grande.

Las cinco farolas se encendían al atardecer y las amorosas papeleras siempre estaban llenas de envoltorios de golosinas.
 
Algunas mañanas, Lola y Braulio, dos gitanos jóvenes, aparcaban su vieja furgoneta en la plaza y vendían melones. El pelo de Braulio parecía esculpido en carbón brillante. El delantal de colores de Lola no disimulaba su embarazo.

Todos los días, puntualmente, Manuel acudía a la plaza más o menos redonda. Manuel era muy viejo y caminaba despacio, arrastrando los pies. Cada paso que daba le costaba un esfuerzo muy grande. Su rostro, lleno de surcos, parecía un campo áspero y recién labrado, en el que sólo brillaban las dos gotas de rocío que eran sus ojos.


Manuel había vivido siempre en el pueblo, en su casa grande y horizontal de adobe, muy cerca de la tierra. Pero cuando Elia murió, su hijo Manolo se lo llevó a vivir a su piso de la gran ciudad.

Se sintió extraño Manuel en la nueva casa, vertical y pequeña, en la que apenas había sitio para acomodarlo. Se sintió extraño con su hijo y su nuera, tan hacendosos. Se sintió extraño con sus nietos que no se despegaban del televisor. Se sintió extraño en aquel barrio donde todo el suelo era de asfalto y cemento.

Un día, paseando, Manuel encontró la plaza más o menos redonda. Desde entonces, acude puntualmente a ella todas las tardes. Se sienta en un banco y abre la bolsa de plástico donde lleva un trozo de pan, que desmigaja para que puedan comerlo los cien gorriones que viven en los siete árboles. Algunos pajarillos se atreven incluso a picotear en la palma pétrea de su mano.


Manuel siente que los cien gorriones le necesitan. De vez en cuando pasan por la plaza más o menos redonda los guardias. Pasan frente a Lola y Braulio, los gitanos que venden melones, pero no les dicen nada. Los guardias recuerdan el día en que les quitaron la fruta por vender sin licencia y Manuel comenzó a defenderlos. Al final, todo el barrio se puso de su parte y los guardias tuvieron que meterse a toda prisa en su coche con luces y sirenas y marcharse de allí.

Manuel piensa que Lola y Braulio le necesitan. Si alguien recrimina a los niños cuando encenagan la fuente y forman un charco, Manuel se levanta del banco muy enfadado y grita: "¡Dejen a los niños en paz! ¡Los niños tienen que jugar!" Los niños quieren a Manuel y a veces le han invitado a jugar con ellos.


Manuel piensa que los niños le necesitan. También piensa que le necesitan los enamorados que se besan en los bancos y pintan sobre los respaldos corazones atravesados por las flechas del amor.

Y cuando se encienden las cinco farolas, al atardecer, Manuel se levanta del banco y regresa hacia la casa de su hijo Manolo, vertical y pequeña, con su nuera tan hacendosa, con sus nietos que no se despegan del televisor, en medio de aquel barrio tan grande y sin tierra firme.

Y mientras se esfuerza por mover sus piernas, habla en voz alta con Elia:

Tendrás que esperar un poco más. Esta plaza más o menos redonda es lo único con sentido que le queda a este barrio. Y temo que, si yo me marcho, desaparezca también. Tengo que quedarme un poco más, pero no te impacientes, cariño.

jueves, 21 de marzo de 2019

El viaje en taxi

Dice un refrán castellano que donde menos se piensa salta la liebre, o sea,  que las cosas importantes pueden surgir cuando menos lo pensamos.

¿Y qué es una cosa importante? Muchas veces creemos que lo importante son cosas que nos superan y que acontecen muy raramente. 

Pero la realidad es la contraria: las cosas que consideramos 'pequeñas' tienen una componente especial que las hace importantes para la madurez y el desarrollo de la personalidad.

La historia de esta semana se ocupa de una cuestión sencilla: acompañar a una anciana en un viaje en taxi. Y con un poco de bondad y sencillez consigue llegar al fondo del corazón, para hacernos recordar la importancia de estas 'cosas pequeñas'.
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El viaje en taxi que nunca olvidaré

Una vez llegué a medianoche a recoger un pasajero a un edificio que estaba del todo oscuro, excepto una luz en la ventana de la planta baja. Este pasajero podría ser alguien que necesite mi ayuda, pensé. Así que me acerqué a la puerta y llamé. 

“Aguarde un minuto”, respondió una voz frágil de anciana. 

Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 80 años estaba delante de mí. Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un velo, como si fuera alguien de una película de los años cuarenta. A su lado había una pequeña maleta. El apartamento parecía como si nadie hubiera vivido en él durante años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. 

“¿Podría llevar mi bolso al carro?” dijo. 

Llevé la maleta al taxi y luego regresé para ayudarla. Me tomó del brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Ella me seguía agradeciendo mi amabilidad.

 “Oh, eres un buen chico”, dijo. 

Cuando llegamos al taxi, me dio una dirección y luego me preguntó: 

“¿Podrías conducir por el centro?” 

“No es el camino más corto”, respondí rápidamente. 

“Oh, no me importa”, dijo ella. “No tengo ninguna prisa. Voy de camino a un asilo. No me queda familia. El doctor dice que tampoco me queda mucho tiempo”. 

Me incliné en silencio y apagué el taxímetro. Durante las dos horas siguientes, recorrimos la ciudad. Ella me mostró el edificio donde hace tiempo había trabajado como ascensorista. Manejamos por el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando eran recién casados. A veces me pedía que me detuviera frente a un edificio o esquina en particular y se quedaba mirando la oscuridad sin decir nada. 

Cuando la luz de sol anaranjada comenzaba a aparecer en el horizonte, de repente dijo: 

“Estoy cansada. Vamos ya”

Nos dirigimos en silencio hacia la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña casa de reposo, con una entrada que pasaba por debajo de un pórtico.

Dos enfermeras se acercaron al taxi en cuanto nos detuvimos. Solícitas y atentas, cuidaban cada movimiento. Debían haberla estado esperando. Abrí el maletero y llevé la maleta pequeña a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas. 

“¿Cuánto te debo?” preguntó, metiendo la mano en su bolso. 

“Nada”, le dije. 

“Tienes que ganarte la vida”, respondió. 

“Hay otros pasajeros”. Casi sin pensarlo, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza. 

“Le diste un momento de alegría a una anciana”, dijo.

 “Gracias.” Apreté su mano, luego caminé hacia la tenue luz de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró. Fue como el sonido de la clausura de una vida.
No recogí más pasajeros en mi turno. Conduje sin rumbo, perdido en mis pensamientos. En el resto de ese día, apenas podía hablar. 

¿Qué hubiera pasado si esa mujer hubiese encontrado un conductor malhumorado, o uno que estaba impaciente por terminar su turno? ¿Qué hubiera pasado si me hubiera negado a llevarla, o hubiera tocado la bocina sólo una vez, y luego me hubiese alejado? En una rápida ojeada, no creo que haya hecho nada más importante en mi vida. 

Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas giren en torno a grandes momentos. Pero los grandes momentos  nos encuentran a menudo desprevenidos, bellamente envueltos en lo que otros pueden considerar una pequeñez.



La Historia de la Semana