Esta semana quisiera compartir con todos el Decálogo de la Empatía. Está dirigido a padres con niños pequeños pero es perfectamente extrapolable, con los necesarios ajustes, al ámbito de la educación y de las relaciones personales.
Los que nos movemos en el ambiente educativo tendemos a imponer nuestro criterio y forma de ver las cosas pensando que es lo mejor (¡y puede que lo sea pues con nosotros ha funcionado!) , pero es también importante y necesario ponerse en la piel del educando o del amigo para discernir qué es lo que piensa y lo que más le conviene en cada momento.
Siempre recordaré una anécdota de un campamento: estaba recriminando un determinado comportamiento a una niña cuando, después de dejarme hablar, me contestó: '¡pero si sólo tengo nueve años y me tratas como si fuera mayor!'. Palabra de honor que no supe qué responderle.
Pues aquí va este Decálogo de la Empatía, dedicado sobre todo a los padres y educadores, y que espero os sea muy útil en vuestra labor.
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Decálogo de la Empatía
1.- Sólo por hoy, en la mañana, voy a sonreír cuando vea tu rostro y reír cuando tenga ganas de llorar.
2.- Sólo por hoy, en la mañana, voy a dejarte escoger la ropa que te vas a poner, voy a sonreír y a decirte que te queda perfecta.
3.- Sólo por hoy pediré un día de descanso, o vacaciones, para llevarte al parque a jugar.
4.- Sólo por hoy, al mediodía, voy a dejar los platos en la cocina y voy a dejarte que me enseñes como armar un rompecabezas.
5.- Sólo por hoy, en la tarde, voy a desconectar el teléfono y apagar la computadora para sentarme junto a ti en el jardín para hacer burbujas de jabón.
6.- Sólo por esta tarde no voy a reclamarte, ni siquiera a murmurar, cuando tú grites y llores cuando pase el carro de los helados, y voy a salir contigo a comprarte uno.
7.- Sólo por esta tarde no voy a preocuparme sobre que va a ser de ti cuando crezcas y voy a pensar otra vez en todas las decisiones que haya hecho acerca de ti.
8.- Sólo por esta tarde te estrecharé en mis brazos y te contaré una historia acerca de cuando tú naciste y sobre lo mucho que te quiero.
9.- Sólo por esta noche te dejaré salpicar en la bañera y no me voy a enojar.
10.- Sólo por esta noche te dejaré despierto hasta tarde, mientras nos sentamos en el porche a contar las estrellas.
Y sólo por esta noche, cuando pase mis dedos entre tu cabello mientras rezas, simplemente daré gracias a Dios por el mayor regalo que he recibido.
Cada semana una breve historia y un relato que
nos ayude en la educación en valores
y en la madurez personal
domingo, 27 de septiembre de 2009
viernes, 18 de septiembre de 2009
El discípulo y el cementerio
Una de las cosas que suele diferenciar al joven del viejo es la respuesta que damos a los estímulos del entorno que nos rodea. Los jóvenes aparentemente son más viscerales frente a las opiniones ajenas, mientras que los mayores solemos ser -me incluyo- más tranquilos y 'pasotas' a la hora de responder a lo que piensen los demás de las acciones que creemos justas.
¿Qué es mejor? Yo creo que la respuesta va en la línea de la historia de esta semana: no dejarse influenciar por lo que digan los demás, sea favorable o no, sino seguir lo que la propia conciencia nos va sugiriendo, siendo libres para elegir siempre lo mejor, sin condicionamientos. Citando a W. Shakespeare: "No eres mejor porque te alaben ni peor porque te vituperen: Lo que eres, eres". ¡Espero que os guste!
¿Qué es mejor? Yo creo que la respuesta va en la línea de la historia de esta semana: no dejarse influenciar por lo que digan los demás, sea favorable o no, sino seguir lo que la propia conciencia nos va sugiriendo, siendo libres para elegir siempre lo mejor, sin condicionamientos. Citando a W. Shakespeare: "No eres mejor porque te alaben ni peor porque te vituperen: Lo que eres, eres". ¡Espero que os guste!
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El discípulo y el cementerio
Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza trascendental. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
-- Querido mío, mi muy querido amigo, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
-- ¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
-- Nada dijeron.
-- En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
-- ¿Qué te han respondido los muertos?
-- De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
-- Pues así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
El discípulo y el cementerio
Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza trascendental. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
-- Querido mío, mi muy querido amigo, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
-- ¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
-- Nada dijeron.
-- En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
-- ¿Qué te han respondido los muertos?
-- De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
-- Pues así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
viernes, 11 de septiembre de 2009
El eremita orgulloso
Estamos ya de nuevo alcanzando el ritmo habitual después de las vacaciones de verano. ¡Espero que el stress traumático post-vacacional sea breve y llevadero!
La historia de esta semana trata sobre un tema en el que no solemos reparar habitualmente, aunque es más habitual de lo que se piensa: el orgullo y la vanidad de las personas. Seguramente a todos nos gusta que se nos reconozcan nuestros méritos y buenas acciones, y es normal y razonable que así sea, pero lo importante de verdad no es el reconocimiento del mérito sino el hecho en sí, no sea que nos pase como al pobre eremita de este cuento, que se deja llevar por las opiniones de otros.
Y además es algo que no se suele curar con la edad sino con la auténtica y verdadera sabiduría, la que lleva a exclamar el conocido 'sólo sé que no sé nada' propio de los que más saben. Así que aquí os dejo con El eremita orgulloso.
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El eremita orgulloso
Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un bambú. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego.
La muerte no perdona a nadie, y cierto día, el Señor de la Muerte envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya.
Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a su señor y le expuso lo acontecido.
El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.
El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.
Siguiendo las instrucciones de su señor, exclamó:
- Muy bien, pero que muy bien. ¡Qué gran proeza! ¡Nunca había visto nada similar! ¡Esto es increíble!!
Y tras un breve silencio, agregó:
- Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.
Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
- ¡Eso es imposible! ¡Dime cuál es!!
Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.
La historia de esta semana trata sobre un tema en el que no solemos reparar habitualmente, aunque es más habitual de lo que se piensa: el orgullo y la vanidad de las personas. Seguramente a todos nos gusta que se nos reconozcan nuestros méritos y buenas acciones, y es normal y razonable que así sea, pero lo importante de verdad no es el reconocimiento del mérito sino el hecho en sí, no sea que nos pase como al pobre eremita de este cuento, que se deja llevar por las opiniones de otros.
Y además es algo que no se suele curar con la edad sino con la auténtica y verdadera sabiduría, la que lleva a exclamar el conocido 'sólo sé que no sé nada' propio de los que más saben. Así que aquí os dejo con El eremita orgulloso.
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El eremita orgulloso
Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un bambú. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego.
La muerte no perdona a nadie, y cierto día, el Señor de la Muerte envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya.
Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a su señor y le expuso lo acontecido.
El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.
El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.
Siguiendo las instrucciones de su señor, exclamó:
- Muy bien, pero que muy bien. ¡Qué gran proeza! ¡Nunca había visto nada similar! ¡Esto es increíble!!
Y tras un breve silencio, agregó:
- Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.
Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
- ¡Eso es imposible! ¡Dime cuál es!!
Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.
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