Normalmente, frente a las situaciones de la vida siempre solemos pensar en soluciones que nos parecen inmejorables a cada uno. ¡Casi todos somos capaces de arreglar el mundo, la política, la sociedad,...!
Pero ¿son las mejores soluciones?, ¿son las únicas posibles?, ¿disponemos de todos los datos para tomar una decisión correcta?,...
Lo que nos aparece como única opción, tomada con la mejor de las intenciones, a veces se revela posteriormente falta de sentido o inapropiada, pues es muy fácil dejarse llevar por prejuicios y estereotipos a la hora de tomar decisiones cuando no se tienen todos los datos a mano y no se mira con objetividad.
La historia que comparto esta semana, titulada El Cristo de la ermita, me ha recordado que la persona no es 'la medida de todas las cosas', como predicaba Protágoras, sino que estamos sujetos a multitud de factores que nos condicionan en nuestro actuar.
Y por eso es tan importante confiar en la providencia divina, seguros de que será lo mejor para cada uno de nosotros, aunque no lo entendamos. ¡Espero que os guste y que os sirva!
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El Cristo de la ermita
Cuenta una antigua leyenda que había un hombre llamado Haakon al cuidado de una vieja ermita. En ella se veneraba un crucifijo con mucha devoción. Este crucifijo recibía el nombre bien significativo de: "Cristo de los Favores".
Todos acudían allí para pedirle al Santo Cristo.
Un día el ermitaño Haakon también quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la imagen y le dijo:
- Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la Cruz.
Y se quedó fijo con la mirada puesta en la Sagrada Efigie, como esperando la respuesta.
El Crucificado abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:
- Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.
- ¿Cual, Señor?, -preguntó con acento suplicante Haakon. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!
- Sólo escucha. Suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre.
- ¡Os lo prometo, Señor!, contestó Haakon.
Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon, y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores.
Pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:
- ¡Dame la bolsa que me has robado!
- ¡No he robado ninguna bolsa!, -replicó el joven sorprendido.
- ¡No mientas, devuélvemela enseguida!
- ¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa!, -afirmó el muchacho. Pero el rico arremetió furioso contra él.
Sonó entonces una voz fuerte:
- ¡Detente!
El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven e increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:
- Baja de la Cruz, no sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
- Pero Señor, dijo Haakon, ¿cómo iba a permitir esa injusticia?
Se cambiaron los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño quedó ante el Crucifijo. El Señor, clavado, siguió hablando:
- Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé.
Por eso guardo silencio...
La Historia de la Semana
Pero ¿son las mejores soluciones?, ¿son las únicas posibles?, ¿disponemos de todos los datos para tomar una decisión correcta?,...
Lo que nos aparece como única opción, tomada con la mejor de las intenciones, a veces se revela posteriormente falta de sentido o inapropiada, pues es muy fácil dejarse llevar por prejuicios y estereotipos a la hora de tomar decisiones cuando no se tienen todos los datos a mano y no se mira con objetividad.
La historia que comparto esta semana, titulada El Cristo de la ermita, me ha recordado que la persona no es 'la medida de todas las cosas', como predicaba Protágoras, sino que estamos sujetos a multitud de factores que nos condicionan en nuestro actuar.
Y por eso es tan importante confiar en la providencia divina, seguros de que será lo mejor para cada uno de nosotros, aunque no lo entendamos. ¡Espero que os guste y que os sirva!
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El Cristo de la ermita
Cuenta una antigua leyenda que había un hombre llamado Haakon al cuidado de una vieja ermita. En ella se veneraba un crucifijo con mucha devoción. Este crucifijo recibía el nombre bien significativo de: "Cristo de los Favores".
Todos acudían allí para pedirle al Santo Cristo.
Un día el ermitaño Haakon también quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la imagen y le dijo:
- Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la Cruz.
Y se quedó fijo con la mirada puesta en la Sagrada Efigie, como esperando la respuesta.
El Crucificado abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:
- Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.
- ¿Cual, Señor?, -preguntó con acento suplicante Haakon. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!
- Sólo escucha. Suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre.
- ¡Os lo prometo, Señor!, contestó Haakon.
Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon, y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores.
Pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:
- ¡Dame la bolsa que me has robado!
- ¡No he robado ninguna bolsa!, -replicó el joven sorprendido.
- ¡No mientas, devuélvemela enseguida!
- ¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa!, -afirmó el muchacho. Pero el rico arremetió furioso contra él.
Sonó entonces una voz fuerte:
- ¡Detente!
El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven e increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:
- Baja de la Cruz, no sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
- Pero Señor, dijo Haakon, ¿cómo iba a permitir esa injusticia?
Se cambiaron los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño quedó ante el Crucifijo. El Señor, clavado, siguió hablando:
- Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé.
Por eso guardo silencio...
La Historia de la Semana
El señor siempre sabe por que hace las cosas
ResponderEliminarMuy buena lectura para teflexionar
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