viernes, 11 de septiembre de 2009

El eremita orgulloso

Estamos ya de nuevo alcanzando el ritmo habitual después de las vacaciones de verano. ¡Espero que el stress traumático post-vacacional sea breve y llevadero!

La historia de esta semana trata sobre un tema en el que no solemos reparar habitualmente, aunque es más habitual de lo que se piensa: el orgullo y la vanidad de las personas. Seguramente a todos nos gusta que se nos reconozcan nuestros méritos y buenas acciones, y es normal y razonable que así sea, pero lo importante de verdad no es el reconocimiento del mérito sino el hecho en sí, no sea que nos pase como al pobre eremita de este cuento, que se deja llevar por las opiniones de otros.

Y además es algo que no se suele curar con la edad sino con la auténtica y verdadera sabiduría, la que lleva a exclamar el conocido 'sólo sé que no sé nada' propio de los que más saben. Así que aquí os dejo con El eremita orgulloso.


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El eremita orgulloso

Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un bambú. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego.
 

La muerte no perdona a nadie, y cierto día, el Señor de la Muerte envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a su señor y le expuso lo acontecido.

El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.

Siguiendo las instrucciones de su señor, exclamó:

- Muy bien, pero que muy bien. ¡Qué gran proeza! ¡Nunca había visto nada similar! ¡Esto es increíble!!

Y tras un breve silencio, agregó:

- Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.

Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:

- ¡Eso es imposible! ¡Dime cuál es!!

Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.

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